Siempre fui una desorganizada en potencia.  Era de ese tipo de ser humano que vivía  sumergida en el caos, confiando en que la memoria no falle (lo cual sucedía siempre). Aún me pregunto si fue bueno que se cruce en mi camino un “smartphone”. 

La desorganización misma

Las veces que me han salvado mis compañeros del secundario poniendo mi nombre en los trabajos prácticos porque yo olvidaba hacerlos son incontables. Cuando egresé del secundario decidí que era tiempo de organizarme, de “madurar” y sobre todo de ordenar mis prioridades.  Empecé a trabajar y consideré que lo más apropiado era comprarme una agenda.  Y así, año tras año, me compraba modelos muy bonitos de agenda. El único problema  con el sistema de escribir todo en un cuaderno con fechas, es que luego me olvidaba de chequear día por día qué era lo que tenía que hacer.  Claramente no funcionaba así. Es por ello que inundaba todo mi hábitat con post it recordatorios sobre lo que tenía  que hacer. Viví mucha parte de mi vida en un mar de papelitos amarillos. Lo cómico es que, como en primera instancia ni los veía, los ponía en lugares donde sabía que sí o sí los tenía que ver.  Es así como una vez un post it terminó en la tapa del inodoro. Sí, mejor no pregunten. Una luz al final del túnel

Cuando hubo un poco más de evolución de los teléfonos celulares, uno se sentía “chocho”, de que podía programar esas benditas alarmas, (afrontémoslo no servían para nada) con cumpleaños, recordatorios, listas de tareas, etc.  Fue un paso en la evolución de la tecnología organizativa, pero no era suficiente.

Llegaron los Smartphones y con ellos una gama de aplicaciones que suplían las necesidades de una desorganizada como yo.  Hoy debo confesar soy una adicta a las aplicaciones de productividad.

El colmo de la organización

Empecé tímidamente con una aplicación de tareas, tranqui.  Luego me di cuenta que tenía una aplicación para el calendario del mail.  Donde agendé hasta el cumpleaños del perro de la vecina del séptimo.  No paré allí, como mi celular tiene android y sincroniza mi gmail todos mis contactos los cargue en los contacto de gmail.  Y no paré ahí, seguí…

Me bajé una aplicación de pomodoro, una técnica para la concentración y elaboración de tareas.  Pero no pude detenerme, y seguí…   En las tareas me ponía ir al súper, pero cada vez que iba al súper  me olvidaba lo que tenía que comprar. Obviamente busqué una aplicación para la lista del supermercado.  Sin embargo en el super descontrolaba con los gastos, ¿cómo podía ser que no llegaba  a fin de mes? Por supuesto,  busqué una aplicación que me ayude controlar los gastos.  Sin darme cuenta compraba mucha comida, lo cual tuvo como resultado que yo engordara.   Como quería bajar de peso me conseguí una aplicación para contar las calorías, y como  esta aplicación me decía que tenía que tomar dos litros de agua, bajé una que me recordaba que a cada hora tenía que tomar un vaso de agua. Luego pensé, para las dietas tengo que comer cada dos horas… y si me bajo una aplicación  que me avise cuando tengo…

Y ahí me di cuenta.  Habíamos llegado al punto a que el teléfono me diga cuando tomar agua y cuando comer. Era como demasiado.   ¿Acaso que soy un zombie  que va con el teléfono pegado a la mano como segundo cerebro funcional?  Creo que lo peor fue cuando levanté la vista y vi a mi alrededor  que todos estábamos con el celular pegado a la mano.  Yo me pregunto ¿Cómo hacíamos hace diez años cuando los  teléfonos celulares eran eso, solo teléfonos?

Bueno, los dejo con esa reflexión mientras me voy a la cocina a buscar algo de comer, uff  me acaba de sonar el celu.